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Experiencias que marcan.

Por: Dr. Genaro Rico Martínez

Hace 58 años, tenía escasos 8 años de edad. En mi pueblo natal Cerro Azul, Veracruz, una mañana del mes de agosto aproximadamente a las 7:30 horas me levanté al baño y escuché un fuerte golpe en el piso que cimbró la madera, caminé y encontré a mi madre tirada, inconsciente, tenía su vista perdida y no podía expresar palabra alguna, convulsionaba; yo grité llorando impresionado, seguido me encontré rodeado de mis hermanos y de una vecina que estaba espantada con lo que veía, era nuestra inolvidable amiga Belén Benítez.

Momentos después llegó una ambulancia de Pemex, creo que, con mi padre a bordo, con la sirena abierta para trasladar al hospital a nuestra madre. Llegó mi abuela Eustolia para apoyarnos también, nos vestimos, desayunamos y tristes, muy tristes nos encaminamos a la escuela primaria.

El día escolar transcurrió haciéndose muy largo, regresé a casa pensando que mamá estaría de regreso ya; mi abuela salió al paso para decirnos que ella estaba muy delicada y que tenía que irse a Tampico para ser atendida.

La casa lucía triste, nuestro fiel perro echado con sus orejas gachas y su cabeza entre las patas, sentía y compartía nuestra triste nostalgia, era un hermoso pastor alemán.

No sé cuántas mañanas pasaron hasta que en una de ellas llegó mi abuelo Armando, nos dijo “cámbiense y llévense su ropa para unos días, su papá quiere que vean a su mamá”.

Llegó un carro, quizá un Ford Mercury 1956, nos subimos para emprender la travesía a través de la brecha, un camino de terracería que bordeaba la Laguna de Tamiahua y algunos esteros, había llovido y en algún punto tuvimos que bajarnos porque el auto no podía atravesar el gran charco con el peso de todos. Íbamos en silencio, se escuchaba sólo el ruido del motor y un programa de radio, reflejábamos sólo tristeza y derrota. Llegamos a nuestro destino como 8 horas después.

El Hospital de Árbol Grande recuerdo que tenía unas modestas instalaciones y al frente unos arcos a manera de portales. Salió mi padre, lo rodeamos y lo abrazamos como si buscáramos la protección de la sombra de un gran árbol y el abrigo de sus enormes brazos; lloramos.

De repente él, creo que nos dijo: “los he mandado a traer porque su madre está muy grave y quiero que se despidan de ella”. Eran 5 corazones pequeños que ya no tenían de donde sacar dolor ni capacidad para expresar más emociones, estaban vacíos y aún nos faltaba enfrentar la eterna despedida.

Mi papá tampoco dominaba su dolor y lloraba con nosotros como un niño. Sacó fuerzas del dolor y dijo: vamos a entrar; la escena era desgarradora. Mamá estaba en una cama amarrada de sus 4 extremidades, con la razón ausente y sólo hacía el esfuerzo por reconocernos.

Era en vano, el brutal edema cerebral le provocaba confusión y descontrol de todas sus funciones; nosotros, rodeando su cama agarrados de la misma llorábamos enloquecidos de dolor por las condiciones en que veíamos a nuestra madre.

El personal de enfermería nos pidió salir de la rústica habitación. Afuera, recargados en las columnas de los arcos llorábamos. Algunos nos veían con compasión al vernos tan lastimados por la enorme herida. Una mujer pasaba y palmeó mi espalda, me dijo “ya mi hijito, todo va a estar mejor” y se retiró. Mi padre me vio aislado y me dijo: Vete a comer, allá afuera está una fonda y está buena la comida, tomé el dinero que me daba y me salí.

Al caminar por las rústicas calles, vi una iglesia y me metí a orar de rodillas y a pedirle a Dios y a la virgen que no la dejara morir, lloré solo sin dejar de rezar, salí del recinto y compré todas las veladoras que pude; las encendí y volvía a rezar hecho un mar de lágrimas, mi petición se repetía: ¡Sálvala!, no dejes que se muera, todavía la necesitamos; Amén señor.

Esto se repitió 3 o 4 veces más. Mi papá me preguntaba si había comido y yo le decía que sí. Una tarde se para un taxi frente al hospital y de él descendió una mujer bajita de pelo entrecano que en una mano llevaba un beliz de madera y cinchos de cuero y en la otra una bolsa llena de ropa. Mi papá se paró y nos dijo ¡es su tía Juanita!, las primeras palabras que ella dijo fueron: ¿Cómo está María? Mi papá contestó: muy grave y nos dice el doctor que va a morir, que ya no hay nada que hacer.

Ella le respondió de forma firme, ¿Cómo que no hay nada que hacer? Vamos a hablar con los médicos, nos quedamos afuera y regresaron para decirnos: tu tía va a buscar a un médico que es una eminencia, el Dr. Viñas que acababa de regresar de Estados Unidos. A otro día llegó con el famoso doctor que sugirió retirarle toda la sal y administrarle este medicamento con este horario.

El medicamento maravilloso de la época era el sulfato de magnesio (Epson), las convulsiones fueron cediendo, pero en una de ellas nació “la niña” y continuó mejorando hasta normalizarse. Mamá había sido víctima de la temible Eclampsia, la enfermedad del embarazo.

Todos estábamos felices porque mamá estaba a salvo y una nueva hermanita de 7 meses nos acompañaba. Fuimos al hospital para acompañarla, ¡Estaba dada de alta!, caminamos juntos como familia cuando alguien discretamente a través del cristal de una ventana observaba sonriente.

Mi papá se despidió de él diciéndole “Adiós”. El doctor le pidió con su mano que fuera y él se apartó. Dijo: déjenme ver para que me llama el director. Lo esperamos algunos minutos y se reincorporó al grupo. Mamá le preguntó ¿Qué quería el doctor?, él nos respondió con sus ojos húmedos: “Dijo que me felicitaba como familia por haber luchado por ti”; yo le dije que era mérito de mi cuñada y me repitió: de todos, porque su esposa ya iba llegando a la Ferrolana.

Mi mamá frunció el entrecejo y abrió sus grandes ojos y dijo ¿qué es la Ferrolana?, después de algunos pasos, vimos que era una cantina y seguido estaba el panteón municipal. Ja ja ja ja, ¿ya entendiste por qué lo dijo?, sonrió y le respondió: sí, ya entendí.

Llegamos a casa, el amigo corría alrededor de la casa ladrando, dándole la bienvenida a la Reyna de la casa, su instinto le hacía entender lo que había pasado y estaba feliz de su regreso.

Mi abuela salió y le dijo: Hija, algunos vinieron a dejarte flores pensando que ya habías muerto, me sentía confundida llegando a pensar que me estaban ocultando la verdad, se abrazaron emocionadas, llorando.

Mamá tuvo grandes lagunas mentales. Había olvidado las operaciones matemáticas básicas, fechas históricas; en su cerebro existían pequeñas hemorragias provocadas por el infame edema cerebral.

En una ocasión, estuvo a punto de poner dentro de la lavadora a la niña debido a su confusión mental. Más tarde nos dijo que no, que ella la veía demasiado morena y la quería despercudir, ja ja ja ja ja.

Poco tiempo después aparecieron las terribles crisis hipertensivas, que muchas veces fueron causas de desvelo y teníamos que llevarla al hospital o llamar al doctor Pedro Jiménez Azuara. Poco a poco se normalizó su salud y volvimos a gozarla como madre a plenitud.

De esa experiencia tan fuerte y dolorosa, aprendí a ver a los médicos como seres superiores que podrían modificar el destino de una persona y de su entorno familiar.

De ahí cultivé el deseo de ser lo que soy e intento apegarme a esa experiencia que marcó para siempre mi vida.

Mi madre murió en el 2009 a la edad de 82 años, víctima de complicaciones tardías de la diabetes, tiempo suficiente para habernos guiado con dedicación, paciencia y con un compromiso a toda prueba.

Bendita sea por habernos dado tanto de su vida y por haber compartido inolvidables momentos de nuestra infancia. Muchas veces nos preguntamos ¿qué hubiéramos hecho o cual hubiese sido nuestro destino si ella hubiera muerto? No lo sé, pero creo que nada bueno hubiese ocurrido.

Por eso respeto y creo que Dios existe. Hoy y siempre agradezco a los médicos que salvaron a mi madre, aquéllos que nos apoyaron durante este vertiginoso transe, a sus compadres Pedro Fraga y Emelia, así como a mi inolvidable tía Juanita por habernos salvado de la orfandad y por haberme  abierto el camino hacia esta profesión, la más humana de todas. Ciudad de México a 7 de febrero de 2020

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